Movido por su conocida inclinación hacia el género del "costume drama", el británico Joe Wright firma la enésima adaptación cinematográfica de Anna Karenina y ofrece una versión expresionista y formalmente innovadora del clásico de León Tolstói. Wright sitúa la acción entre decorados y escenarios teatrales, confunde así los límites entre realidad y ficción y elabora una narración artificiosa que se asoma al onirismo en no pocas secuencias. Si en Expiación, más allá de la pasión y Orgullo y prejuicio el realizador ya dibujaba obras de arte en cada plano, en Anna Karenina la simetría y el derroche colorista se mantienen, pero la osadía es todavía mayor: aquí el equilibrio no sólo es cromático sino también cinético. La coreografía resulta esencial y no se aplica exclusivamente a las escenas de baile. Los personajes realizan movimientos imposibles mientras lucen vestuario y llenan el espacio con asombrosa precisión. Un impecable ejercicio de estilo, una oda al plano secuencia, un desafío para los sentidos. El problema reside en que Anna Karenina carece de profundidad. Existe cierta voluntad de abordar los conflictos morales que plagan la obra literaria pero se hace sin hondura. El sentimiento de culpa, la censura de las convenciones sociales, el adulterio, los celos, incluso la figura del tren como alegoría del sacrificio de Anna, todo está ahí, Wright no se olvida de nada, pero la dimensión trágica de la novela nunca acaba de aparecer. El relato adquiere fuerza con el tiempo (la última parte del metraje ofrece atisbos de la crudeza que late en la novela cuando Wright se olvida de sí mismo, aparca el efectismo y fija su mirada en el texto de Tolstói) mientras que Jude Law y Keira Knightley dotan de cierto empaque a sus personajes, sí, pero la debilidad con que se afronta la trama de Konstantín Dmítrievich resta solidez al conjunto. Éste era un personaje complejo en la novela, inquieto y en constante búsqueda de la fe, y no vemos nada de eso en la película. Ese tratamiento frívolo lacra también al resto del reparto y no parece adecuado si se tiene en cuenta la trascendencia de la obra original. Es esta Anna Karenina una adaptación arriesgada, fruto de un tiempo en el que un cine falto de ideas se ve obligado a reinventar clásicos que siempre conmovieron. Se trata de contemporizar la historia, aún a costa de la propia historia. El resultado quizá no se deba criticar. Estamos ante un alarde artístico. Un prodigio técnico. El triunfo de la forma frente al contenido.
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