El mito de Suárez

 

  La muerte de Adolfo Suárez ha provocado una respuesta casi unánime a la hora de ensalzar su figura. La mayoría de la ciudadanía se deshace en elogios hacia el ex presidente de UCD y existe un consenso amplio en destacar su positiva labor durante la Transición.
  El paso adelante dado por Suárez tras la muerte de Franco es incuestionable. No tuvo que ser fácil para alguien que había ostentado la presidencia de la Secretaría General del Movimiento romper con todo lo anterior y abrir una vía para la constitución de un estado democrático. Promulgó, además, la Ley de Amnistía y legalizó el Partido Comunista, decisiones necesarias pero difíciles de adoptar.
  Sin embargo, la figura de Suárez también tiene sombras y eso es algo que pocos parecen dispuestos a afrontar tras su muerte. Siempre fue la sociedad española proclive al juego de negros y blancos, de buenos y malos, muy poco receptiva a reparar en matices y condenada siempre a mitificar o estigmatizar a los protagonistas de su Historia. Porque analizar el legado político de Suárez implica también reparar en su pasado franquista y en intentar comprender cómo un adalid del consenso y la apertura, valores que indudablemente representó el Suárez de finales de los setenta, comulgó con un régimen dictatorial durante años y fue cómplice de tantos y tantos acontecimientos oscuros.
  Surge, además, otra cuestión: ¿fue el comportamiento de Suárez un acto de total valentía? ¿o supuso, por el contrario, el desenlace inevitable de un proceso que en cualquier caso también podría haber sido liderado por cualquier otra figura política?
  Sorprende también presenciar cómo esos que hoy le veneran en su lecho son los mismos que ayer lideraron su entierro político. Tampoco cierto sector de la ciudadanía debería permanecer exento de autocrítica: muchos de los que hicieron cola para rendir respeto a su figura y alabar su obra probablemente sean aquellos que le dieron la espalda en las urnas en la década de los ochenta.
  La cuestión reside en determinar si se está mitificando en exceso al personaje. Y en saber juzgar en adecuada medida su incontestable contribución al estado de derecho. Cuando muere un icono la avalancha de alabanzas y piropos por parte de la masa resulta inevitable. Es un fenómeno que demuestra, cuando menos, dignidad. Pero para ser justos con la Historia es esencial atender al concepto de objetividad. Es la única manera, además, de mostrarnos justos con el personaje.

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