'Timbuktu', del orientalismo hacia el humanismo

 

  En 1978 Edward Said publicaba Orientalismo, obra clave para comprender el pensamiento homónimo nacido en el siglo XVIII a raíz de las ideas colonialistas y lectura obligada si se quiere profundizar en los mecanismos implementados por los imperios occidentales para simplificar una realidad, aquella que se refiere al mundo árabe, infinitamente más compleja y heterogénea de lo que pueda parecer a ojos del espectador foráneo no instruido. El teórico palestino denunciaba en su trabajo cómo los prejuicios y la mirada paternalista de las sociedades occidentales han imposibilitado desde tiempos del colonialismo la difícil tarea de comprender la cultura, historia e idiosincrasia del pueblo musulmán. Todavía hoy, esa falta de empatía histórica (o ese ufano y miserable desprecio por el conocimiento, llamémoslo como queramos) continúa manifestándose en la visión que la mayoría de los occidentales tenemos sobre lo que sucede en Oriente Medio. Tendemos a observar ese universo como un todo e incurrimos con frecuencia en el error de imaginar países como Siria, Líbano o Irán dominados por unos sistemas políticos y religiosos unificados. Es ese imaginario el que nos conduce a obviar el carácter multiconfesional que define a muchos de esos pueblos y es precisamente ese planteamiento el que condiciona al ciudadano europeo o norteamericano para identificar conceptos tan peligrosos como el del yihadismo con la totalidad o una gran mayoría del mundo árabe.
  Timbuktu (2014), película mauritana dirigida por Abderrahmane Sissako, intenta con éxito romper esa barrera cultural y ofrece un magnífico ejemplo de cine social, no exento de connotaciones políticas, que conecta de forma directa con lo que está sucediendo actualmente en el avispero en que se ha convertido Oriente Próximo. La premisa argumental es sencilla. La llegada de un grupo de islamistas radicales a la ciudad maliense de Timbuktu (la acción se sitúa en África, continente que está heredando las mismas perversiones que se perpetran en la península arábiga debido a formaciones como Boko Haram y el propio ISIS) obliga a la población local a someterse a las totalitarias reglas de conducta que establece la Sharia. Los lugareños, que han vivido hasta ese momento su fe en Alá de forma pacífica y sin injerencias, observarán impotentes cómo una interpretación reaccionaria de un mismo credo puede aniquilar rápidamente una cultura autóctona, la suya, no tan alejada de las costumbres occidentales. Fumar, escuchar música e incluso jugar al fútbol se convierten así en actividades vetadas. Sissako retrata con nobleza los esfuerzos de la población por mantener vivas esas rutinas y en ese hilo narrativo encuentra el pretexto perfecto para fabricar una serie de imágenes y situaciones imbuidas de una belleza tan fascinante, tan paradigmática como real, que acaba coqueteando con la poesía. Niños que juegan al fútbol sin balón, mujeres que entonan una melodía mientras reciben como castigo cuarenta latigazos, una tendera que prefiere ver sus manos amputadas antes que ceder a la imposición de vestir guantes, cualquier secuencia es buena para plasmar en la pantalla la perfecta metáfora de la dignidad. Pocas películas hasta la fecha han sabido como Timbuktu representar la amenaza que el yihadismo supone no ya para la sociedad occidental, sino para la propia supervivencia de la cultura de sus compatriotas.
  La fe y las creencias como algo indefectiblemente interior, el orgullo frente a la opresión como única vía para preservar la libertad, la tolerancia como un valor intrínsecamente humano y no cultural... Muchas son las moralejas de la cinta e infinitos los abanicos de debate que en ella se sugieren. Sin embargo, pocas horas después de verla yo continúo dándole vueltas a la misma idea. Edward Said lo tenía claro. El orientalismo existe, es aceptado por muchos, pero no es válido como pensamiento. Es en el humanismo donde debemos centrar nuestra mirada.

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