Siempre la misma batalla, siempre la misma derrota

 
  Estiro los brazos e intento ganar terreno. Acompaso el movimiento con las piernas, de modo simétrico. La clave está en alcanzar una postura confortable y, por encima de todo, en conseguir una posición estable y sólida que infunda respeto. Algo así como el Hombre de Vitrubio de Da Vinci. Imposible. Ella avanza inexorable sobre mí y él la acompaña en su objetivo desde abajo. Ella coloca sutilmente su brazo sobre mi cara. Me ahogo. Él se apoya en ella, sobre su vientre, para luego volcar todo su peso sobre mí. Mi espalda sufre y grito. No me rindo. Consigo aunar fuerzas para girar sobre mi propio cuerpo y él pierde la verticalidad. Retrocede. Ahora sólo queda ella. Es la batalla definitiva. La metáfora perfecta de la lucha que viene librándose desde los tiempos de los tiempos. Ellas ejecutan y nosotros nos resignamos. Pero hoy no cederé. Hoy la gloria será mía. Ruedo de nuevo sobre mí mismo, esta vez hacia el este, en una suerte de doble giro de 360º. Ataco ahora con todo. Codos, rodillas, manos. Empujo sin piedad, echando el resto. El alba se acerca y estoy a punto de alcanzar la meta. Aguanta, Pablo. Resiste. Sólo unos minutos más. Imposible. Ella retorna a la carga con aires renovados. Él, cual Ave Fénix, resurge del exilio al que creía haberle enviado para siempre. No hay clemencia para mí. En pocos segundos el camino recorrido con tanto esfuerzo se difumina ante mis ojos. Me dejo llevar hasta que mi brazo izquierdo comienza a precipitarse hacia el vacío. Una de mis piernas le sigue, imitando un resultado ya conocido el día anterior. Al poco, mi cuerpo al completo se ha ido. Los rayos de luz inundan la habitación anunciando un nuevo día y yo he perdido otra vez la batalla. Mi novia y mi perro han vuelto a echarme de la cama.

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