'I, Daniel Blake': larga vida a Loach

 

  La decisión de premiar con la Palma de Oro a I, Daniel Blake en el último festival de Cannes fue recibida con tibieza e incluso con críticas abiertas por gran parte de los asistentes al certamen. La mayoría de estas reacciones negativas abundaron en los argumentos que acostumbran a esgrimir los detractores acérrimos de Ken Loach, unos argumentos que tienden a identificar la obra del cineasta británico no tanto con la calidad artística sino con el discurso panfletario. Tras el fallo del jurado, en Cannes se pudo escuchar de todo, y a Loach se le tachó de demagogo, repetitivo, tozudo, populista y hasta sensiblero. Y es cierto que en el cine reciente del realizador se aprecian algunas de esas perversiones (ni siquiera I, Daniel Blake escapa totalmente de ellas), pero también lo es que su último trabajo supera todas esas limitaciones y, sin traicionar en ningún momento el sello Loach, consigue convertirse en una película con alma.
  Loach cuenta la historia de Daniel Blake, un carpintero inglés de 59 años que se ve obligado a recurrir a las ayudas sociales del gobierno británico. El conflicto aparece cuando la administración le obliga a buscar un empleo (con la amenaza de recibir una sanción si no lo hace), a pesar de que el médico le ha prohibido trabajar debido a sus problemas cardíacos. La película alterna la lucha de Daniel, atrapado en la agotadora maquinaria burocrática propia del mundo civilizado, con la desesperación de Rachel, una madre soltera con apenas recursos para alimentar a sus dos hijos (a costa del hambre propio) y que se ha visto obligada a aceptar un alojamiento a cientos de kilómetros de su ciudad para evitar que la envíen a un hogar de acogida.
 El relato sirve a Loach para martillear al espectador con las constantes que caracterizan a sus obras anteriores y no repara en matices en su denuncia de las aberraciones que perpetra sin descanso el fallido sistema de nuestros días, pero lo que se cuenta en la cinta no deja en ningún momento de mostrarse como una radiografía perfecta de la situación que viven actualmente millones de seres humanos a lo largo del planeta. Por momentos, la película se revela (y se rebela) como una sucesión de secuencias autoconclusivas cuyo objetivo es mostrar, casi a modo de documental, las miserias que se derivan de la ineficiente gestión de los recursos de la que hace gala el gobierno británico. La necesidad de acudir a comedores sociales para subsistir, la incapacidad de muchos ciudadanos para acoplarse a un panorama laboral dominado por las nuevas tecnologías, el recurso a actividades denigrantes (en este caso, la prostitución) como última alternativa económica... Todo está en la película, y puede que desde el punto de vista narrativo la cosa no fluya como debería, pero aun así muchas de las situaciones que aparecen en la pantalla difícilmente resultarán emocionalmente ajenas para el ciudadano de a pie.
  Toni Erdmann, Elle, Paterson... La mayoría de las quinielas en Cannes apostaban por obras arriesgadas y extravagantes en lo formal, hijas y herederas de la nueva cinematografía. Al final ganó I, Daniel Blake. El mismo Loach de siempre. Larga vida a su cine.
 

      

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