'Comanchería': el western como alegato


 Es ya habitual que producciones norteamericanas con títulos extensos, polémicos o de difícil traducción acaben distribuyéndose en Europa con un nombre diferente, a menudo simplificado y, casi siempre, ridículo y descontextualizado. El fenómeno se agrava en España, país provinciano por antonomasia, donde es frecuente contemplar en la cartelera aberraciones de padre y muy señor mío. Ha vuelto a pasar con Hell or High Water, cinta que algún lumbreras ha tenido a bien estrenar en nuestro país con el nombre de Comanchería. La película recibió un bombardeo de elogios en el pasado Festival de Cannes y desde entonces la crítica no ha parado de hablar de ella, pero no todo el mundo lee la sección de cultura de los periódicos y es posible que semejante título haya disuadido a muchos espectadores de pagar una entrada para verla. Es una pena, porque Comanchería (sic) es uno de los mejores estrenos de 2016.
 La película cuenta la historia de dos hermanos que, movidos por la necesidad de salvar su granja familiar de las manos de un banco, deciden atracar el mayor número de sucursales de esa entidad financiera en el menor tiempo posible, reunir el dinero suficiente para hacer frente a la deuda y, de paso, consumar así su venganza contra el sistema. Dirige David Mackenzie, realizador cuya obra anterior no conozco y que, según la mayoría de la crítica, más me valdría no conocer. No importa: tras Comanchería, este señor podría retirarse perfectamente con la satisfacción de saberse cineasta. Mackenzie ofrece un western moderno, más cercano al subgénero de frontera (aunque la trama se desarrolle completamente en el norte y el oeste de Texas, siempre en territorio estadounidense) que a películas de estética más purista como El renacido Los tres entierros de Melquíades Estrada. En realidad, gran parte del metraje funciona como una road movie y los caballos propios del cine de Ford y Peckinpah mutan aquí en Mustangs y rancheras que piden a gritos la jubilación. Y es en ese formato de road movie donde la película alcanza su mayor grado de expresión, porque el trayecto y la carretera permiten a Mackenzie no sólo poner de manifiesto las consecuencias de la crisis de 2008, sino revelar la siempre decadente realidad del sur de los Estados Unidos, con las perversiones llevadas a cabo por el sistema bancario presentes en todo momento a modo de carteles de casas y propiedades en venta y la resignación y el cinismo constantes de unos personajes que no paran de hacer chistes sobre la élite económica. En cualquier caso, no es en la crítica social, quizá demasiado explícita, donde encuentra su mayor virtud Comanchería, sino en un planteamiento estético y formal que remite a algunas de las mejores películas de los últimos años: lo que firma Mackenzie es un híbrido entre No es país para viejos, de los hermanos Coen, Un mundo perfecto, de Eastwood, y un guion de Guillermo Arriaga.
 Asunto aparte es lo de Jeff Bridges, una de esas pocas leyendas que justifican por sí solas el pago de una entrada. El personaje del ranger Marcus Hamilton es ya de por sí casi una caricatura y en manos de otro actor el festival de chascarrillos y espasmos faciales probablemente habría arruinado la función. Bridges, sin embargo, lleva toda su vida haciendo del histrionismo un arte y a estas alturas a pocos debería sorprender que sus papeles conjuguen sin problemas lo grotesco y lo creíble. Ojo al epílogo, donde Bridges y Chris Pine contraponen egos (y respeto mutuo) en una monumental secuencia heredera de los mejores enfrentamientos del western clásico. Y sin un solo disparo.

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