'Toni Erdmann' y el sentido de todo esto


 Fui a ver Toni Erdmann sin tener ni idea de lo que contaba la película, espoleado por los halagos continuos hacia lo que la mayoría de medios especializados han coincidido en calificar como "una comedia transgresora" y "la mejor película del año". Vaya por delante que sus 162 minutos de duración me parecen excesivos y que eso es motivo suficiente para que hablar de "mejor película del año" me resulte desproporcionado. Tampoco me termina de cuadrar lo de "comedia", si tenemos en cuenta que las escenas esencialmente cómicas se enumeran con cuentagotas (quizá sean solo tres en toda la película) y que lo que se está tratando aquí son asuntos complejos y profundos. Es más, no hay nada de lo que vemos en pantalla que podamos identificar como no real, independientemente de que algunas de las situaciones coqueteen con el surrealismo, y precisamente por eso Toni Erdmann se revela como una de las obras más incómodas y desoladoras que podamos encontrar en el cine de los últimos años.
 En el centro de la trama encontramos a un excéntrico profesor alemán que, tras la muerte de su perro, y temeroso de afrontar la inevitable soledad que se le viene encima, decide viajar a Bucarest para estrechar lazos con su hija, alta representante de una exitosa multinacional. Una vez allí, la hija (ambiciosa, fría y sofisticada) solo halla en el padre (campechano y amigo de las bromas, muy alejado del entorno impersonal donde vive estancada la hija) un obstáculo para seguir con su frenético ritmo de vida y, sobre todo, un pavor irrefrenable a hacer el ridículo ante sus compañeros de trabajo. El conflicto, por tanto, no tarda en aparecer, y con el conflicto, la consiguiente andanada de palos al sistema. La reacción del padre va a ser inventarse un álter ego, Toni Erdmann, un tipo aún más estrafalario y pintoresco que el original, que le permita acercarse a su hija sin el impedimento de la filiación paternal. Lo que viene a continuación es una sucesión de encontronazos entre padre, hija y compañeros de trabajo que, más allá de ofrecer dos o tres notables secuencias cómicas, permite radiografiar las miserias de una sociedad corroída por las apariencias y viciada por el ansia de alcanzar unas metas muy alejadas de lo virtuoso. Toni Erdmann se descubre entonces como un dibujo cortante y pesimista de la condición humana, en el que tipos con traje y corbata humillan a sus compañeras de trabajo sujetando las botellas de champán como si fuesen penes, y donde las mujeres directivas ejercen el machismo incluso de manera más flagrante que los hombres. Pero, sobre todo, Toni Erdmann es un emotivo canto a la búsqueda de la felicidad y un homenaje a la lucidez de aquellos que, en un mundo tan contradictorio como el nuestro, han conseguido filtrar lo trascendente de lo accesorio. En una escena de la película, el padre, idealista, interroga a su hija, nihilista, sobre el sentido de la vida. Ella parece echar balones fuera y, sin embargo, varias secuencias después descubrimos que en realidad se ha pasado gran parte del metraje interiorizando el discurso del padre. Es en ese tour de force donde encontramos la mayor moraleja de Toni Erdmann, una lección que cobra aún más relevancia en estos tiempos en los que la filosofía está siendo ninguneada en los colegios y universidades.
 Cuando la película llevaba aproximadamente tres cuartas partes de su metraje, la mitad de las personas que había en la sala donde la vi se levantaron y abandonaron el cine. Es cierto que en su parte central Toni Erdmann se hace pesada y se extiende en planos y situaciones que no hacen avanzar la trama. Yo mismo miré el reloj varias veces. Llegué a retorcerme en la butaca, pero al final el relato repuntó y volvió a ofrecer momentos de enorme ternura. Cuando salí del cine me vinieron a la cabeza las eternas retransmisiones televisivas de las galas de Gran Hermano y el ingente número de espectadores que permanecen pegados al sofá durante largas horas para presenciar lo que allí viven los concursantes de ese programa. Se trata de un espacio que dura infinitamente más que una película, por larga que esta sea. Y el personal se lo traga de principio a fin. Me pregunto cuántos de los espectadores que no son capaces de ver terminar una película como Toni Erdmann son, en cambio, asiduos seguidores de ese tipo de espacios. Puede que muchos o puede que pocos, pero estoy seguro de que los fanáticos de ese tipo de productos estarán, en su mayoría, interesados por la condición humana. Me pregunto de qué coño creerán que tratan las películas como Toni Erdmann. 

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